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Pakistán y la cuestión afgana


En un discurso brindado el 21 de agosto, Trump acusó a Pakistán de actuar deslealmente, brindando asilo y colaboración a las fuerzas talibanes en su territorio. Los más de 30 mil millones de dólares que Washington entregó a Islamabad en los últimos 15 años pudieron servir para financiar, directa o indirectamente, acciones que perjudicaron a los miembros de la OTAN que batallan en el territorio afgano. El pronunciamiento de Trump se produjo escasas semanas después de la renuncia del primer ministro de Pakistán, Nawaz Sharif, como consecuencia de la inhabilitación para ejercer el cargo sentenciada por la Corte Suprema (coletazo de los Panamá Paper). Es posible que el establishment político pakistaní intente informar la incompetencia de la diplomacia militar para evitar semejante imputación, pero más probable es que radicalicen sus posturas contra la injerencia norteamericana en las elecciones del 2018, habida cuenta que en el mismo discurso Trump alentó a la India a involucrarse en mayor medida en Afganistán.

La referencia a la India, revela el propósito de incorporar otras tensiones geopolíticas a la avanzada afgana. Shahid Javed Burki, ex vicepresidente del Banco Mundial y ex Ministro de Finanzas de Pakistán, sostiene que Afganistán es un capítulo más de la Doctrina Trump, basada en un conflicto de civilizaciones que enfrenta al mundo occidental y sus aliados contra “el resto”. En esta contienda, el “islamismo extremo” forma parte de esa difusa rivalidad que incluye a China. Michael Kugelman, subdirector del programa de estudios asiáticos del Wilson Center estima que cualquier esfuerzo por impedir la ayuda pakistaní a los talibanes es inútil: “Pakistán tiene un inquebrantable interés estratégico en preservar sus vínculos con grupos como los talibanes porque ayudan a mantener a raya al enemigo indio en Afganistán.” Registremos que ambas disposiciones, imperial la primera y estratégica vital la segunda, incentivan a Pakistán a fortalecer sus relaciones con China y Rusia, e incluso con Irán, en la medida que esta extraña guerra contra una suerte de civilización canalla los transforma en blanco de la agresión “occidental”. La doctrina Trump opera como profecía autocumplida.

Persistir con la intervención afgana es asunto que interesa también al complejo militar industrial de la patria de Lady Gaga. Erik Prince, hombre fuerte de la firma Blackwater, con el lobby del prescindido Steve Bannon, propuso una completa tercerización de las fuerzas terrestres, que actualmente comprende a 26 mil mercenarios aproximadamente (cifra superior a los 10 mil soldados que integran las tropas norteamericanas desplegadas). ¿Qué número de soldados es necesario si con los 100 mil que llegaron a existir en los años de Bush y Obama no se pudo poner fin al conflicto? Por otro lado: ¿qué motivo existe para insistir con una guerra contra talibanes que no patrocinaron ningún ataque terrorista contra Washington desde el 11 de septiembre del 2001? La emergencia del grupo Khorasan, afiliado al Estado Islámico y a Al Qaeda, configura una muy buena excusa, al rivalizar con los talibanes y prevenirles de cualquier tipo de negociación a la que siempre condenarán como una artera concesión. Pero Afganistán importa también como base para las acciones materializadas con drones, que no se agotan en los homicidios sin debido proceso. Esas bases permiten monitorear las actividades pakistaníes, sus progresos nucleares y el desplazamiento de sus arsenales. La presencia de tropas es indispensable para mantener estas bases, una retirada definitiva es incompatible con este íntimo espionaje.

Así como la presencia en Afganistán es clave, entre otras cosas, para monitorear a Pakistán, la alianza con este último es crítica para proseguir con la misión en el primer país. Luego del bloqueo ruso de los aprovisionamientos a través de las repúblicas de Asia Central, como consecuencia de las puniciones impuestas por el conflicto con Ucrania, y de la imposibilidad de recurrir a Irán, las líneas de abastecimientos área y terrestre dependen de Pakistán. Barnett Rubin, pretérito asesor principal de las representaciones de los Estados Unidos y de las Naciones Unidas en Afganistán y Pakistán, es contundente: “No importa qué tan grande haga América el Presidente Donald Trump, no puede ganar la guerra contra la geografía.” Es, justamente, el desafío geográfico el que convenció a China a aplicar 50.000 millones de dólares en el Corredor Económico China-Pakistán, en buena medida bajo la forma de empréstitos, cuestionados por la dependencia que traducen a favor de Beijing, pero que fortalecen la autonomía pakistaní frente a indios y norteamericanos. Paradojas de la pícara vulnerabilidad de la dirigencia pakistaní.

La administración afgana, antes que una entidad representativa de los intereses de la ciudadanía que gobierna, lo es de las elites locales que distribuyen el poder y los recursos que le admiten y transfieren desde las oficinas y los cuarteles que responden a Washington. El pueblo afgano repliega sus diferencias religiosas e identitarias (“tribales”, las suele calificar la publicidad mediática) a la hora de informar su rechazo al contubernio gobernante vigente, de la misma manera que siempre lo hizo para repeler intervenciones extranjeras. Esto es algo que fue bien aprendido por el Imperio Soviético, y que desde hace 16 años, a partir de la ampulosamente titulada Operación Libertad Duradera, es internalizado por los Estados Unidos de George Walker Bush, Barack Hussein Obama II y Donald John Trump.

 

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