Japón. Políticas e identidad
Por Fredes L. Castro
19 de febrero de 2017
En su reciente encuentro con Donald Trump Shinzo Abe obtuvo lo que fue a buscar: la confirmación de una alianza estratégica con los Estados Unidos, en especial en las dimensiones defensivas que comprenden a China (a través de una continuidad del apoyo norteamericano en la disputa por las Islas Senkaku/Diaoyu) y Corea del Norte. El primer ministro japonés tuvo la inteligencia de no introducir la cuestión del Acuerdo Transpacífico, asunto sobre el cual su administración adelantó que perdió todo sentido sin la participación norteamericana (pronunciamiento que informa un desacuerdo con el primer ministro australiano, que pelea por darle continuidad). Se creó un foro de alto nivel a cargo del vicepresidente Michael Pence y el vice primer ministro Aso Taro que en adelante atenderá los asuntos relevantes para ambos países.
Donald Trump comprendió la importancia de Japón para preservar cualquier tipo de despliegue estratégico en el Este Asiático. Okinawa ha sido el “portaaviones insumergible” por excelencia de Estados Unidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (si bien Taiwán, geografía a la que MacArthur bautizó con el término empleado, no cumpliría con un rol menor en caso de un enfrentamiento bélico con China) y Japón la mejor garantía no competitiva en el terreno militar para que la patria de Trump persista como gran potencia en el Pacífico. Japón no desea tener que elegir entre su principal aliado securitario (Estados Unidos) y su principal socio comercial (China), pero puesto en la encrucijada apostará más fichas al águila americana.
Es posible que un pragmatismo estratégico de largo plazo domine el interés comercial de corto plazo en el trato de Trump a Japón. Con seguridad es lo que determinó a Abe para construir un nuevo relacionamiento con la Rusia de Putin, pese al costo político que esto le implica. En definitiva, no quiere participar del error occidental que con las sanciones económicas empujó a Putin a buscar compensación económica en la chequera china. Abe no hace otra cosa que recuperar la Diplomacia Euroasiática promovida con impronta tan oportunista como profética por el entonces primer ministro Ryutaro Hashimoto en los años 90. En esos tormentosos años rusos Hashimoto apuntaba a establecer conexiones con Rusia y las repúblicas pretéritamente soviéticas, con un interés especialmente energético. En la Cumbre de Astana de agosto del 2004 los referentes de las relaciones exteriores de Japón, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán ampliaron la agenda prevista por Hashimoto a materias tan diversas como el contraterrorismo y el desarrollo económico.
Por encima de la literatura y las palabras de los acuerdos y las declaraciones lo que importa sobremanera en la estrategia japonesa hacia Eurasia es impedir una monopolización china de los puertos de aguas cálidas, y para esto es imprescindible comunicar a Rusia la disposición a participar de “acciones de contención” contra el avance del Reino del Medio. La intervención de una potencia económicamente pujante pero desmilitarizada en Asia Central, con intereses históricamente contradictorios a los chinos, es cosa que objetivamente favorece a la patria de Putin (y financieramente le diversifica opciones, como lo acreditan los 400 millones de dólares del Banco Japonés de Cooperación Internacional en el mayor proyecto de producción de gas natural licuado en el Ártico, tan sólo uno de los 68 acuerdos recientemente pactados entre Putin y Abe). La retórica pro Putin de Donald Trump amplía y da luz verde al margen de acción de Shinzo Abe.
La realización por primera vez en suelo africano de la VI Conferencia Internacional de Tokio sobre el Desarrollo de África en agosto del 2016 es el mejor ejemplo de un nuevo tipo de aproximación externa por parte de Japón al continente africano. En Nairobi el gobierno de Abe se comprometió a invertir 30 mil millones de dólares en distintos programas a lo largo de tres años. El discurso brindado por el jefe de estado japonés en la sesión de apertura pone de relieve la diferencia fundamental entre las intervenciones de su país con las de China (a la que por supuesto no menciona). El término “calidad” fue empleado 10 veces para calificar la modalidad cooperativa japonesa, y el logo en el que insistió fue el de “Calidad y empoderamiento”. Abe transmitió con estos términos el tipo de cooperación que promueve: sustentable, nunca improvisada, con miras a la autonomización del beneficiario no a su dependencia. Como Hashimoto en los 90 en relación a las otrora repúblicas soviéticas, Abe detecta tendencias y avanza para asegurar conexiones con los cada vez más interesantes mercados africanos (ya en el 2015 África fue el segundo destino de las inversiones globales, por detrás de Norteamérica).
En Latinoamérica Japón está muy por detrás de China y en algunos sectores también de Corea del Sur, pero en sintonía con su estrategia africana puede operar para que el defecto se transforme en virtud si logra que su presencia no se perciba como competencia aniquiladora de industrias locales, tal como sucede con las importaciones chinas, sino como introductora de nuevos productos y diseñadora de infraestructuras y servicios logísticos de excelencia (existen planes de este tipo con Brasil). Es posible que se registren cambios en países como Argentina, como consecuencia de la decisión del estado japonés de renovar su aval a quienes inviertan en el país sudamericano (se suspendió con el default hace más de una década).
Existe un capítulo para muchos incomprensible (e incluso suicida) habida cuenta del dramático cuadro demográfico japonés (entre el 2010 y el 2015 su población se redujo casi un millón de personas), que además atenta contra los mejores planes propagandísticos de la patria de Akira Kurosawa: las políticas dirigidas a los inmigrantes, o si se prefiere la inexistencia de intención alguna de permitir la instalación regular y estable de extranjeros en su territorio. Japón sólo permite estadías transitorias para extranjeros dispuestos a cumplir con las tareas menos calificadas, la excepción se verifica especialmente en los cuidados personales y sanitarios, con permisos acordados con los países de los nacionales admitidos, que de todos modos no se extienden más que un par de años. El profesor Chris Burguess de la Universidad de Tsuda cuestiona la política de “coexistencia multicultural” de gobiernos locales y ONGs por reforzar las diferencias culturales que reproducen las relaciones que aseguran un estatus privilegiado a los ciudadanos auténticamente japoneses. Esta persistencia excluyente debilita las imputaciones dirigidas contra el totalitarismo comunista chino, por evidenciar un ánimo estatal profundamente inequitativo y antidemocrático.
Deben evitarse los juicios apresurados contra Japón. El proceso de reformas conocido como la Restauración Meiji significó la incorporación de las técnicas y los modelos sociales y económicos occidentales, que consagró a Japón como el único país no europeo que compitió exitosamente contra Occidente e incluso, en muy pocas décadas luego de 1868, lo superó en numerosas áreas perfeccionando sus reglas e invenciones. Este extraordinario tránsito fue legitimado mediante la reivindicación del trono imperial. La restauración imperial contra el Shogun fue reivindicación configurante de una identidad milenaria y nacional. Los agentes de este cambio fenomenal al obrar de esta manera pudieron preservar una estructura social jerárquica, con su repertorio de obediencias tan tradicionales como útiles para encarar empresas de semejante envergadura (registremos que en esos mismos años la triunfante burguesía racionalista y liberal europea se contuvo de eliminar las influencias religiosas por sus conservadores aportes a la estabilidad y el valiosísimo orden social).
Esta inusual aptitud para movilizar las energías sociales en determinada dirección fue puesta a prueba en otras oportunidades, la más traumática con motivo de la recuperación nacional luego de los bombardeos atómicos. Las capacidades de transformación y resiliencia de Japón son juzgados por su pueblo y sus cuadros dirigentes como componentes inescindibles de su identidad genética nacional, razonan que su supervivencia requiere excluir elementos y personas que no participan genuinamente de esa identidad histórica. Es muy fácil confundir esta convicción histórica con una disposición racista, es muy difícil justificarla sin colocarse en cierto plano de superioridad.
El rechazo de Japón a los extranjeros es tan chocante como conmovedora y ejemplar es la confianza que este pueblo tiene por sus compatriotas. Puede conjeturarse en el caso japonés que la clave del desarrollo está dada por un bien intangible, susceptible de suplir la escasez de recursos naturales propios y suficientes: una irrompible fe en los hombres y mujeres que nacen en la misma geografía nacional. Este es el principal activo con el cual Shinzo Abe y los que lo sucedan definirán el lugar de Japón en el siglo XXI.
Una versión de este artículo fue publicada por ALAI (Agencia Latinoamericana de Información)y por ICIMISS (Instituto de Investigaciones de Políticas y Proyectos Públicos del Círculo de Ministros, Secretarios y Subsecretarios del Poder Ejecutivo Nacional).