Una cuestión de Poder
Por Fredes L. Castro
24 de agosto de 2016
Con una población en constante crecimiento y con invenciones que, sin agotar una mucho más extensa lista, dieron lugar al ferrocarril, la industria automotriz y los televisores, dispositivos demandantes de vías férreas, rutas, autopistas y extensas redes expansivas de la energía eléctrica, los siglos XIX y XX ofrecieron oportunidades que excedían las ofertas de capital disponible para la inversión.
Timothy B. Lee no llega al extremo de sostener que en estas primeras décadas del siglo XXI se acabaron las oportunidades de inversión, pero con un crecimiento poblacional avanzando a menor velocidad y con novedades que no se caracterizan por ser capital intensivas, advierte que los ingresos de las grandes firmas globales se acumulan, sin ser redirigidos a nuevas creaciones tangibles. Uber, Airbnb y Google no necesitan fábricas, ya que sus negocios e ingresos no dependen de la producción de bienes materiales propios, de hecho los dos primeros ni siquiera poseen los automóviles y las casas que comercializan en sus plataformas.
¿Qué hacen, entonces, con los beneficios obtenidos los CEOs de estas firmas? Lo distribuyen entre ellos y los accionistas, en buena medida. El mundo del siglo XXI, asegura Lee, no carece de potenciales financistas, sí de oportunidades que los convoquen a invertir en general y de invertir en activos físicos en particular. Como consecuencia de esto, por mucho que los bancos centrales reduzcan las tasas de interés y desarrollen políticas monetariamente expansivas, no lograrán que se movilicen recursos en la economía real. La gente con plata seguirá conservándola en efectivo. En una era de tasas de interés ultra bajas, agrega Lee, apuntar a tasas inflacionarias de un 2% es quedarse cortos. Él propone un 4%.
John C. Williams, presidente de la Reserva Federal de San Francisco, reconoce que diversos factores impulsan a la baja a la tasa de interés de equilibrio en Estados Unidos…y en el resto de las economías desarrolladas. Considera que se trata de un escenario que llegó para quedarse por un buen tiempo. Para Williams el nuevo desafío de los bancos centrales pasa por aprender a compatibilizar una inflación estable con bajas tasas de interés. La “nueva normalidad” implicará recesiones más largas y profundas y recuperaciones más lentas.
El banquero de San Francisco es predecible al fomentar inversiones favorables al crecimiento de largo plazo, en educación e investigación y desarrollo, y es algo más atrevido al sugerir políticas de contención que vayan más allá de los simples seguros de desempleo. Invita a considerar soluciones un tanto más originales, como impuestos a los ingresos que sean flexibles, susceptibles a los cambios, de acuerdo al nivel de empleo de la economía. Estima que las políticas de metas de inflación no son ya instrumentos para estos tiempos y propone una sustitución de ellas por acciones menos rígidas, que persigan mayores niveles de precios o del valor nominal del PBI.
La baja demanda de inversión (o, si se prefiere, el exceso de ahorro) vinculada a una tasa de interés que no logra ser afectada por las intervenciones bancarias tradicionales restauró la tesis del estancamiento secular (secular stagnation por sus términos sajones) de Alvin Hansen, en particular a través de Lawrence Summers. Summers, en los 90 Secretario del Tesoro de Bill Clinton, coincide en líneas generales con Williams pero lo juzga muy tímido en sus propuestas. Considera que las inversiones en infraestructuras constituyen la mejor política (por autofinanciarse) y alienta a revisar el esquema tributario, para expandir beneficios o reembolsos a favor de los trabajadores de menores ingresos (los receptores del Earned Income Tax Credit) con financiación a cargo de los sujetos que revelen mayor propensión al ahorro, a los que se debe elevar la carga impositiva.
Un estancamiento económico prolongado en el tiempo, conmovido por recurrentes recesiones, convive con abundancia de capital y de trabajadores desocupados no calificados en las actividades en boga. Las inversiones, cuando se concretan, son destinadas a rubros que contratan pocas personas a las que se les paga muy bien, que tienden a ahorrar buena parte de sus ingresos. O bien, retomando los casos de Uber y Airbnb, en nichos que no crean nuevos bienes (les dan nuevos usos), ni nuevos espacios laborales (sustituyen a trabajadores formales por “emprendedores” en las áreas de transporte y hotelería). La lentificación del crecimiento chino (otra “nueva normalidad”) alerta sobre los límites de los mercados emergentes para atraer esos capitales.
Otro Secretario de Estado de Bill Clinton, pero en materia laboral, se preocupa por la situación de los trabajadores desocupados y de los que deben resignarse a bajas remuneraciones. Para Robert Reich ni las nuevas tecnologías, ni la globalización son explicación suficiente para la declinación padecida por ellos. Tampoco cree que inversiones en educación o infraestructuras signifiquen una panacea. La raíz del problema es una cuestión de poder.
Es la concentración del poder político que lograron las corporaciones económicas, las financieras en primer lugar, lo que les permite inspirar o redactar las cláusulas legales y que nutren los acuerdos comerciales en el orden global, diseñando normativas nacionales y supranacionales dirigidas a satisfacer sus intereses.
Recuerda Reich que 50 años atrás el principal empleador de su país era General Motors, que pagaba a sus trabajadores el equivalente actual a 35 dólares la hora. En el 2014, ese lugar fue ocupado por Walmart, que paga 9 dólares la hora a sus trabajadores. ¿Por qué se produjo este cambio, según Reich?: “La diferencia crucial es que los trabajadores de General Motors contaban con un sindicato fuerte que los representaba, que podía negociar colectivamente para obtener una parte significativa de los ingresos de la firma para ellos”.
En un orden gerenciado por CEOs que aprendieron a desconectarse de la economía real, con aptitud refleja para apropiarse de la mayor cantidad de renta posible, tal vez la mejor política pública para revertir el déficit de demanda que impacta en la economía mundial no pase por estímulos monetarios ni planes de infraestructuras o educativos, sino por fortalecer las organizaciones mandatarias de los hombres y las mujeres que hacen que las cosas se hagan y funcionen. Trabajadores, proletarios o laburantes, como se prefiera.