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Estrategias imperiales y apuntes regionales

Por Fredes L. Castro

7 de febrero de 2017

El especialista en asuntos militares John Robb explica las definiciones internacionales de Donald Trump en función de una estrategia mercantilista que antepone la cuestión comercial al interés nacional, entendido lo último en el sentido securitario convencionalmente formulado por el establishment autóctono y practicado por las administraciones precedentes. De acuerdo a Robb, la agresividad de las políticas exteriores del presidente norteamericano es directamente proporcional al déficit del saldo comercial registrado con los países con que intercambia bienes y servicios.

Desde la Segunda Guerra Mundial hasta el triunfo de Trump la política de seguridad nacional condicionó todas las políticas exteriores. Con el objeto de fortalecer a los aliados contra el archirrival soviético la patria de Lincoln resignó ventajas económicas, ofreciendo su inmenso mercado a las naciones amigas, erigiéndolas en espacios de bienestar y consumo atractivos para las austeras poblaciones comprendidas en el Pacto de Varsovia. El saldo comercial negativo con muchos de estos países era el precio pagado por Estados Unidos para contar militarmente con las geografías aliadas, la introducción de sus productos al gran mercado del norte exponía a los países aliados a ser blanco de las retaliaciones del gigante soviético. Pertenecer tenía su precio. Donald Trump configura el fin de esa concepción geopolítica propia de la guerra fría, y reinstala el interés económico y comercial como prioritario a la hora de diseñar las políticas exteriores, condicionando incluso la política de seguridad nacional caracterizada –para Trump- por un anacrónico sentido.

No debe sorprender que el principal afectado por esta concepción sea China, que en el 2016 obtuvo un superávit de 319 mil millones de dólares en sus relaciones comerciales con los Estados Unidos (casi la mitad de todo el déficit comercial norteamericano). El reclamo de Trump contra Japón para que incremente el financiamiento de las tropas estacionadas en las bases de Okinawa respondería al estatus del país oriental como productor del segundo mayor déficit de la balanza comercial estadounidense, de más de 60 mil millones de dólares. En tercer lugar se encuentra Alemania, que goza de un superávit de 59 mil millones de dólares, miembro de la OTAN que Trump sindica como obsoleta, a la que no aporta la cuota correspondiente a tal membresía.

El cuarto mayor déficit comercial lo genera México, de una magnitud similar a la germana (58.8 mil millones de dólares), cuya visibilidad ciudadana en el territorio que en buena parte antes le pertenecía, así como su mayor vulnerabilidad ante las amenazas del vecino del norte lo convierten en un blanco predilecto. Otros países deben poner sus barbas en remojo, entre ellos la Corea del Sur que militó a favor del TPP aniquilado por el ocupante del Salón Oval. Por su parte, la debilidad económica de Rusia y sus limitadas conexiones comerciales determinan su nuevo lugar como aliado de esta águila mercantilista.

Un dragón selectivo y dinámico

Eric Li es hiriente con las economías centrales de Occidente, a las que juzga hundidas en un pánico de tal envergadura que creen que Xi Jinping puede ser el hombre que salve a la globalización de los intentos de reemergencias nacionalistas. El analista es sentenciante: “En su cruzada por universalizar el mundo, han dejado atrás a sus propios pueblos”. Perspicaz, advierte que en su discurso en la cumbre de Davos, salvo raras excepciones, Xi adjetivó con el término “económica” a la globalización cada vez que la mencionó, a la vez que alertó sobre la necesidad de adaptarla para eludir su influencia negativa. Para Xi el compromiso con la apertura requiere tolerar las diferencias.

El jefe de estado mencionado aprueba la supresión a las barreras económicas porque es lo que conviene al actual estado de evolución económica de China, que aspira a una mayor internacionalización de sus empresas, entre las cuales las estatales cumplen con un rol de vanguardia en la inversión extranjera, mismas que puertas adentro dominan los sectores energéticos, financieros y de las telecomunicaciones, entre otros, muchas veces con exclusión de cualquier competidor foráneo. Cabe registrar que en el 2016 el crecimiento de las ganancias de las firmas industriales controladas por el estado superaron al de sus pares del sector privado, al tiempo que intensificaron su función inversora en el orden interno. El comunismo chino no tiene problemas en defender la libertad para que sus productos penetren mercados externos pero de modo alguno importa recetas que anulen sus estatales defensas contra penetraciones externas.

La proyección internacional china opera para que el Reino del Medio adquiera un carácter nuclear en la región euroasiática, en especial –pero no exclusivamente- por redes de conexión terrestres. La inmensidad geográfica que comprende los planes de infraestructura que China financia en Asia Central, Medio Oriente, Europa del Este y Mediterránea adquiere un carácter dinámico que parece seguir la tesis del geógrafo John Agnew, en relación a una geopolítica del poder que privilegia el “acceso a mercados” (market acess regime), en la que el control sobre los flujos de bienes, capital e innovación sustituye la relevancia de los controles estáticos sobre los recursos existentes dentro de límites territoriales determinados.

Brahma Chellaney no simpatiza con los proyectos de infraestructura propiciados por China, en especial con los créditos que brinda para que se materialicen. Chellaney considera que el gigante asiático no tiene interés alguno en el desarrollo local, lejos de ello apunta a los recursos naturales de las economías dependientes en las que invierte, a introducir manufacturas en esos mercados, a la utilización de mano de obra china que traslada a los territorios invertidos, y a conseguir nuevos contratos bajo esas mismas modalidades en los casos en que existen dificultades en las economías endeudadas por sus préstamos. Es lo que él denomina diplomacia del empréstito tramposo, emblemática en los casos de Sri Lanka y Camboya.

Sin embargo, el activismo chino no se restringe a las economías en desarrollo, también se apropia de activos estadounidenses, de hecho como poseedores de 1,25 billones de dólares en bonos del Tesoro los chinos son los principales financistas de los déficits presupuestarios de Washington. Cierto es que la dependencia es mutua, ya que una depreciación de esos títulos perjudicará al tenedor asiático, por ende no desea China erosionar su valor. Notable: la guerra fría que Trump quiere dejar atrás resiste a través de esta remake de destrucción mutua asegurada que disuade a los grandes contradictores globales de lastimarse excesiva y recíprocamente.

Un oso flexible

Michael Kofman destaca la capacidad rusa para manipular la ingeniería decisora norteamericana e imponerse psicológicamente en la contienda geopolítica. La potencia euroasiática produce incentivos que llevan a su rival a preferir la inacción, y cuando a posteriori Estados Unidos evalúa cualquier forma de intervención el marco es tan poco propicio que tal posibilidad es descartada, lo que permite a Putin preservar lo conseguido. Los recursos y técnicas empleados por los rusos nutren una estrategia que presentan como “guerra de nueva generación”, que combina pícaramente instrumentos militares, diplomáticos y económicos, fundamentalmente en los tiempos de paz por ser decisivos para determinar el resultado de las horas bélicas. Esta estrategia sigue la máxima que ilustra que la necesidad agudiza el ingenio, porque permite a Moscú obtener los mejores resultados del modo más barato posible (esto es, evitando la confrontación directa y convencional de sus fuerzas armadas con otras antagónicas).

Kofman observa que Rusia no hace otra cosa que aplicar al ámbito securitario una práctica habitual en los emprendimientos de las startups: fallar rápido, fallar barato y ajustar. Esto exige un temperamento adaptativo y flexible, en desmedro de estrategias rígidas, e impone cambios sobre la marcha que de modo alguno alteran los fines perseguidos, que confunden a los adversarios, que debaten si tal cosa puede funcionar en la teoría, mientras los rusos la hacen funcionar en la práctica. Kofman afirma: “En términos de la competencia por el liderazgo entre los grandes poderes, Estados Unidos es IBM, y Rusia es Apple.”

Si en la era zarista Rusia avanzó decididamente hacia el este siberiano al tiempo que la joven Norteamérica extendía su soberanía al oeste de su actual territorio, y durante el siglo XIX Moscú se internó en el Asia Central mientras las potencias europeas colonizaban África, en estos tiempos de novedosa retracción estadounidense y persistente vulnerabilidad militar europea se atreve “soviéticamente” a occidentalizar sus ambiciones y a restaurar algún rol de liderazgo en Medio Oriente. El desprecio manifestado por Trump hacia la Unión Europea y la OTAN y la reemergencia nacionalista en la zona atlántica son potentes incentivos al atrevimiento occidental de Putin, en similar sentido la inexistencia de disputas territoriales relevantes con los países asiáticos son un llamado de atención para la mucho más resistida potencia comunista. Desde Beijing con seguridad toman nota de la provisión de armamentos rusos a Vietnam y a los miembros de la Asociación del Sudeste Asiático.

A falta de conexiones económicas Putin distribuye inteligentemente su infraestructura militar-industrial con objetivos tan económicos como diplomáticos y políticos. El ascendiente que despierta en buena parte de la dirigencia política occidental y la de sus pueblos verifica un talento excepcional para explotar el lado oscuro del soft power. El jefe de estado ruso, como Von Bismarck, logra lo que escasos estadistas: advertir o intuir las tendencias sistémicas de su tiempo y aplicar los recursos disponibles para darles forma y materializarlas en beneficio del interés nacional que administra.

Una región que debe pensarse

La región sudamericana (¿latinoamericana?) debe elaborar una estrategia de inserción que no la subordine al interés mercantilista norteamericano y que la ponga a resguardo de las necesidades del resto de las economías centrales de Occidente, cuya expansión comercial puede reducirse significativamente con la nueva agenda de la Casa Blanca. La insubordinación a las economías centrales es compatible con una interesada conexión con ellas.

Tampoco puede la región confiar en el interés preeminentemente extractivista de China y a un relacionamiento crediticio que no reclama soluciones de mercado estandarizadas, como es el uso de los organismos multilaterales paridos en Bretton Woods, pero que está muy lejos de configurar un aporte altruista. El logo de las relaciones Sur – Sur no puede llenar una estrategia de relacionamiento internacional, tal extremo equivale a confiar en una abstracción.

Con el fin del TPP, el ajuste del NAFTA, y el acercamiento realizado por la dirigencia demócrata (animado por los negociantes cubano-americanos de Miami), México (el mercado mexicano) y Cuba (el know how en diversas áreas como las sanitaria y agricultura sustentable, con éxitos que son materia competitiva en el mercado global) deben redescubrirse.

El poder militar permanece como un asunto gravitante, la agenda del Consejo de Defensa Suramericano de la UNASUR debe recuperarse y adaptarse a las novedades de este tiempo. Las figuras de Trump y Putin (por diversos motivos) aleccionan a que cada país cuente con una fortaleza militar disuasiva suficiente para diluir dependencias e imprevisibles conjeturas intrusivas de naciones regionales y extrarregionales. Las dirigencias de toda la región deben estar atentas a cualquier intento de revitalizar una doctrina Monroe. La retracción norteamericana sugerida es fundamentalmente de Europa y Medio Oriente, no del hemisferio que consideran su dominio por excelencia.

Esperar generosidades de las potencias de Occidente sólo tiene sentido en una mentalidad culturalmente subordinada y miope, pretender que las acciones de potencias emergentes o reemergentes prioricen otro interés que no sea el interno (y largamente contenido) de sus gentes es de un romanticismo más heroico pero no menos inconducente.

La región sudamericana, cada país que la compone, debe velar por su propio destino y creer y operar sobre el principal recurso con el que cuenta: su propio pueblo.

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Una versión de este artículo fue publicada por ALAI (Agencia Latinoamericana de Información).

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