Ahorro interno y capital internacional
Robert Wade advierte sobre los efectos supuestamente beneficiosos de la Inversión Extranjera Directa (IED). En tal sentido diferencia aquélla que caracterizó el desarrollo de los países del Este Asiático de la que predomina en otras geografías, en el segundo caso “motivada por ventas en el mercado local y no por el uso de plataformas de salarios e impuestos bajos para producir exportaciones a mercados de alto ingreso”.
Idéntica desconfianza que Wade revela Bresser-Pereyra que considera que los países se desarrollan fundamentalmente con recursos internos, por ello alienta a limitar el déficit de cuenta corriente, en parte por la vulnerabilidad que provoca en la balanza de pagos, pero también por ser compatible con “tasas apreciadas de divisas, salarios artificialmente elevados y uso y reducción de ahorros internos”.
Alwyn Young refuerza las sospechas de los teóricos mencionados, al negar relevancia a la productividad laboral o de los factores económicos al momento de explicar el fenomenal crecimiento de la producción en las economías de los tigres asiáticos, registrado a partir de los sesenta. Encuentra que la causa que verdaderamente explica las tasas “milagrosas”, responde a un extraordinario ahorro que permitió multiplicar en forma igualmente notable las inversiones. Esto coincide con estudios posteriores que sugieren una correlación positiva entre crecimiento y ahorro interno en los países en desarrollo que han crecido más rápido, los que pudieron por ello prescindir en mayor medida del financiamiento externo.
Argentina, antagonizando con dichas recomendaciones, promovió en las últimas décadas del siglo pasado políticas de apertura irrestricta a la llegada de capitales foráneos, especialmente durante la funesta etapa de la dictadura cívico militar, renunciando a cualquier forma autónoma de decidir las políticas fiscal, monetaria y cambiaria y durante los noventa, años en que el flujo masivo de ingresos era condición indispensable para el equilibrio de la economía.
El artificioso incremento del poder adquisitivo por sobrevaluación de la moneda en Argentina procuró legitimar la financiarización de la economía, en perjuicio de la producción de bienes y servicios reales y de la capacidad exportadora. Por el contrario, sobre Corea y Taiwán, subraya Torija Zane:
(…) la política monetaria expansiva [en Corea] estuvo más fuertemente ligada al aumento de la productividad en los sectores exportadores prioritarios que al incremento del consumo doméstico o al impulso de la inversión en sectores de bienes no transables. (…) [En Taiwán] el tipo de cambio real también se aprecia (…) pero la dinámica exportadora no se interrumpe debido a la sistemática disminución de los costos laborales unitarios.
Coreanos y taiwaneses no dudaron, durante décadas, en apelar a un intenso control tendiente a rechazar los capitales especulativos que suelen favorecer transitorias y perniciosas apreciaciones cambiarias, logrando eludir las dramáticas experiencias sudamericanas en la materia. La dependencia externa fue reduciéndose en forma permanente, con estrictas normas estatales para aumentar el ahorro, complementadas con restricciones de créditos al consumo y represión de los intentos de organización obrera, acciones todas ellas destinadas a desalentar consumos internos desestabilizadores de la gestión eficiente de las divisas. El ahorro bruto interno pasó del 14% del PBI taiwanés en los cincuenta al 33% hacia 1980, estabilizándose en torno del 30% en los últimos años, mientras que el ahorro coreano fue del 9% al 38% de su PBI en el mismo período, alcanzando el 30% en los últimos años.
En rigor, hubo IED, pero regulada, con menor presencia condicionante que en América Latina y subordinada a objetivos definidos en el orden interno, que en particular reclamó transferencia de tecnología, formación técnica de la mano de obra local y, disciplinamientos de por medio, relaciones de provisión internas. En definitiva, parece claro que en los países asiáticos existió preocupación en no exponerse sobremanera a los capitales internacionales, al menos no al punto de generar una dependencia que licuara su autonomía en la toma de decisiones. Para fortalecer su posición promovieron el ahorro interno, desalentando consumos internos. Al respecto Chang informa que la restricción de consumos suntuarios en las primeras etapas de los desarrollos nipón, coreano y taiwanés, respondía a la necesidad de asegurar la cohesión social evitando ostentaciones que pudieran interpretarse agraviantes.
Estados, mercados y Pueblos
La primera diferencia que puede acusarse comparando las trayectorias de desarrollo industrial de los países que fueron objeto de este ensayo pasa por el impacto de la intervención pública en la asignación de recursos. En Japón, Corea y Taiwán, no se verifica una relación de suma cero en la que más Estado equivale a menos mercado, contrario a muchas de las experiencias latinoamericanas, entre ellas de Argentina y Brasil.
La intervención pública no se limitó a simples acciones de protección industrial y exenciones impositivas (que las hubo), por el contrario, avanzó con políticas estratégicas ofensivas que direccionaron el crédito bancario hacia industrias y empresas que aseguraran cumplimiento de las metas y objetivos de productividad.
Los subsidios, incentivos fiscales y créditos fueron supeditados a normas de desempeño a través de un Estado comprometido con el desarrollo del sector industrial nacional que revelara vocación y aptitud exportadoras, compromiso para nada “bobo”, en tanto los incumplimientos eran castigados rápida y eficazmente, para evitar producciones y actividades ineficientes.
Dicho lo anterior, de ninguna manera alienta este ensayo a copiar y pegar las políticas desplegadas por los gobiernos asiáticos, cosa temeraria si se tiene en cuenta el colectivo de singularidades que las hicieron posibles, de movida el carácter dictatorial de muchas de sus administraciones. Especialmente en países como Argentina, el deseo de importar sin beneficio de inventario políticas como las descriptas es de una insensatez comparable a esa locura neoconservadora que creyó posible la transformación de las sociedades de Medio Oriente, a posteriori del triunfo militar de Estados Unidos, para que sus pueblos se erigiesen en fervientes defensores del mercado libre y la democracia tal como es interpretada por la ideología dominante en los países centrales de Occidente.
Sin embargo, las naciones asiáticas pueden inspirar acciones, en la medida que se adecuen a nuestros contextos, trayectorias históricas e instituciones. En tal sentido, promover atrasos cambiarios en estructuras desequilibradas como la economía argentina atenta contra el ahorro interno y las cuentas externas. De igual modo, la desesperada búsqueda de IED lejos de ser una solución, puede agravar nuestros déficits. Una muy reciente investigación de la CEPAL es sentenciante: “Solo un tercio de la inversión extranjera directa crea nuevo capital físico”.
De hecho, según la OCDE entre el 60% y el 80% de las IED implica un simple cambio de propiedad de activos existentes, vía fusiones y adquisiciones. En el trabajo de la CEPAL se destaca la escasa difusión (los “derrames” o spillovers) que las IED tienen en el desarrollo, la innovación y la incorporación de tecnologías en la región latinoamericana. Registremos que hasta fines del 2009 la casi totalidad de las IED de China en Latinoamérica se concentraron en las Islas Caimán y las Islas Vírgenes Británicas, lo que no se tradujo en una explosión de industrias y tecnificación de producciones locales, sobra aclarar.
Las experiencias neoliberales de Argentina, que predicaron y celebraron los mercados sin injerencias del Estado, denuncian la inutilidad de las “competitividades forzosas” que se implementan como terapias de shock para que la competencia externa actualice la manufactura y modalidades de producción nacional, so pena de perecer en el intento. Lo último es lo que sucedió con gran parte del parque industrial argentino en los noventa. Estas infelices acciones lejos estuvieron de dar solución al clásico problema de heterogeneidad estructural de nuestras economías. Por el contrario, los compromisos estatales asiáticos con sus empresas nacionales en el extranjero fue tal, que se concibieron más bien como “socios recíprocos” en las acciones que llevan IED fuera del país, despreciando el rol de “bienvenida periférica” de las IED que llegan de los países centrales.
Puede conjeturarse que la consolidación de un trío hegemónico en Brasil, que incluyó la gran burguesía local, en relación armonizada por el Estado con el capital trasnacional explica la existencia de empresas capaces de insertarse en el orden internacional, como Vale do Rio Doce S.A. (que funcionó como empresa pública hasta su privatización en 1997), EMBRAER (privatizada en 1994, para convertirse en jugador global) o la operadora Oi del grupo Camargo Corrêa. La exclusión de dicha alianza de los sectores populares permitió una estructuración productiva que no tuvo que enfrentar la “molestia” de grupos contenciosos como los de Argentina. Sobre este último país, la inclusión de los sectores populares aseguró mayor cohesión social que el modelo brasileño, al reducir las chances de represión de demandas salariales, sin embargo no se pudo evitar la repetición de fases ascendentes y descendentes, con crisis de tal envergadura que aniquilaron cualquier tentativa de ahorro interno o de homogeneización productiva.
La experiencia brasileña, más exitosa en la internacionalización de su burguesía, se traduce en un orden social dual, que hace utópico el planteo de un verdadero proyecto nacional, por la exclusión que gran parte de su sociedad padece. También fallaron a la hora de regular las inversiones extranjeras especulativas, al punto que sus tensiones sociales se califican por una inestabilidad financiera que compromete el propio orden institucional. Pese a las recurrentes crisis experimentadas por Argentina, la resilencia de sus sectores populares, así como la persistencia de instituciones garantes de cierto nivel de igualitarismo socioeconómico, como las sindicales (con una sorprendente tasa de afiliación de casi el 40% de los trabajadores del sector privado) contribuyeron a un desarrollo humano de sus habitantes que la ubica en la mejor posición latinoamericana, de acuerdo al último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (puesto 40, entre los países con "Desarrollo humano muy alto").
Dos certezas existen en el presente ensayo. En primer lugar: el eslabón a “(re)descubrir” en los países con pretensión industrialista que anhelen además el desarrollo y la cohesión social de sus pueblos, pasa por reconocer el potente e indispensable rol que tiene el Estado como formador del mercado. En segundo término: comprender que la principal riqueza con que cuenta un país son sus propios habitantes.
Por último, rechazar las ofertas estandarizadas de los hechiceros que contratan los organismos multilaterales de crédito es un imperativo categórico vital. No obstante, resucitar soluciones ideadas para momentos pretéritos, que incluso manifestaron claras limitaciones en esos años, importa un atrevimiento nostálgico que tampoco merece replicación. Hacer una u otra cosa puede generar alguna satisfacción en el plano ideológico, pero al precio de seguir las líneas maestras de un manual hecho, irremediablemente, para perder.
El eslabón perdido (2º)
Por Fredes L. Castro
Junio de 2016