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Revolución y contrarrevolución en el Atlántico Norte

Por Fredes L. Castro

Junio de 2016

El triunfo de Margaret Tatcher en las elecciones británicas de 1979 plasmó en la esfera política y gubernamental un proceso de empequeñecimiento del Estado social e interventor en el mercado que se caracterizó como la revolución conservadora, la que se proyectó a nivel global a partir de 1980 con el triunfo de Ronald Reagan en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Esta revolución implicó un repliegue tributario y regulador del poder estatal en beneficio de las corporaciones financieras.

Sus componentes esenciales nutrieron el decálogo de 1989 conocido como Consenso de Washington y adquirieron formato  profético-hegeliano con el manifiesto de Francis Fukuyama declarando el fin de la historia, habida cuenta del éxito expansivo de la democracia liberal. Una ambición similar, aunque tardía, contagió al destacado doctrinario Leonard Mark que en el 2005 intentó explicar por qué Europa lideraría el siglo XXI. El ascenso de líderes y fuerzas populistas, radicales y/o antisistema en ambas orillas del Atlántico pone seriamente en cuestión las ofertas antes descriptas.

Elites de  ciudades-estado

Manuel Muñiz ilustra que la casi totalidad de los intelectuales y grandes empresarios de Gran Bretaña, las más prominentes figuras de sus partidos políticos, académicos premiados por los Nobel y líderes internacionales como el presidente Obama, entre muchos otros expertos, exhortaron a permanecer en la Unión Europea, pero no sirvió de nada. Cita a Michael Gove, secretario de Estado inglés que expresa: “La gente en este país ha tenido suficiente ya de parte de los expertos”. Para Muñiz se evidencia un tránsito de la clásica división ideológica entre izquierda y derecha a otra compuesta por liberalismo cosmopolita versus populismo antiliberal.

Si prestamos atención a la geografía del Brexit, siguiendo la sugerencia de John Rennie Short, observamos que la zona donde se concentra la riqueza, básicamente Londres y el sureste inglés, se divorció electoralmente del resto del país que prefirió romper con la conexión continental. Short denuncia la inviabilidad de la política económica británica de los últimos 30 años, que priorizó el mantenimiento de Londres como centro financiero de primer orden global, bajo excusa de un derrame de las riquezas allí producidas al resto del territorio nacional. Lejos de materializarse lo último, el Reino Unido es el país con la mayor inequidad regional de toda Europa occidental. Short es sentenciante: el Brexit fue también un voto contra el dominio de Londres y el establishment político.

Guillermo Pérez Sosto afirma que la idea de sociedad ha sido reemplazada por la de mercado, en una ingeniería que ha sustituido la explotación por la exclusión, y que ha dado lugar a sociedades dualistas, en las que:

coexisten zonas abiertas a la economía mundial con comunidades cerradas, se destruye la posibilidad de intervención política, conjuntamente con una descomposición de la acción colectiva. Una acentuación del desarrollo desigual entre los segmentos y territorios dinámicos de las sociedades y los que corren el riesgo de convertirse en irrelevantes, desde la perspectiva de la lógica del sistema.

Pérez Sosto recuerda a Alain Tourraine al advertir que a medida que avanza el proceso de mercantilización de la sociedad, con progresiva extinción de los objetivos políticos e ideológicos, sólo sobreviven la lucha por el dinero y la búsqueda por la identidad. Cabe explorar, entonces, la variante que involucra a la identidad nacional.

La insurgencia de la Nación estado

Lawrence Summers, secretario del Tesoro de Bill Clinton, estima que el desafío político de la próxima década en muchos países es desarrollar un "nacionalismo responsable". El economista reconoce el malestar de ciudadanías que sienten que la globalización prioriza abstractos asuntos extranacionales por sobre sus muy locales y territoriales necesidades. Curioso. La revolución conservadora se propuso, entre otras cosas, una descentralización que expandiera mejores respuestas, en formato público local o combinando el esfuerzo público con el emprendedorismo privado (para emplear los términos hoy de moda).

Es interesante registrar que para uno de los hombres fuertes del establishment norteamericano no se trata de perfeccionar el accionar estatal, sino de dirigir y contener la pulsión nacionalista. Su propuesta no apunta a articular Estado nacional con demandas locales, sino a dinamizar de la mejor manera posible la incontenible energía que aporta el nacionalismo, para alcanzar fines “constructivos” que sólo podemos conjeturar, porque Summers no los informa.

El proyecto de Sociedad-mercado genera los incentivos para que buena parte de los habitantes de las comunidades cerradas, conscientes del riesgo de su irrelevancia, busquen refugio identitario y defensivo en aquello que mejor conocen, que cumple con el rol de ideología espontánea: religión o nacionalidad en primer término.

El orden de los factores altera el resultado de mi hipótesis: la Nación es la última línea de defensa contra un mercado que acorrala y deja sin alternativas a ingentes poblaciones. La frustración de estos hombres y mujeres se intensifica en la medida que verifican que la promesa de ascenso social vía esfuerzo individual es un resultado excepcional, cuando no una vil mentira distractiva.

Los eslóganes de Donald Trump y de los predicadores del Brexit alientan a la comunidad nacional a tomar o recuperar el control (“vote leave, take control”, “take back control”, “take America back”), en algunos casos con precisa indicación de los resortes estatales a recuperar (“take back control of our borders”). La difusa sustancia que constituye eso que se denomina nacionalidad es el medio identitario que cohesiona a los que desean contar con un amparo estatal tangible, concreto, sensible a sus necesidades, agotados de un management que invade e impone darwinianas aplicaciones de mercado a lo que se pensaba en otros tiempos como el gobierno del bien común.

Los bárbaros, se vienen los bárbaros

Es lugar común denunciar, con justa razón, las discriminaciones de que son víctimas los extranjeros que trabajan o buscan asilo en Estados Unidos y Europa, por parte de los nativos de dichos territorios, y las manipulaciones a cargo de dispositivos político-comunicacionales a tal efecto. Estas entidades operaron (lo seguirán haciendo) para reconducir el malestar hacia los “bárbaros” que acechan las fronteras nacionales.

Este tipo de maquinación busca distraer de la causa que explica el malestar: un dominio del interés financiero que hace que los representantes políticos lo sean más de los grandes bancos que de la ciudadanía que los vota. Esta maniobra es un arma de doble filo, porque en las sociedades dualistas los “bárbaros”, en tanto población autóctona pero marginada  de servicios y atenciones de calidad que concentran los otros (los conectados), están adentro. Fomentar furias nacionales contra agentes externos, está visto, puede llevarse puesto también por delante todo un bloque de globalización.

Si para Jorge Abelardo Ramos los países latinoamericanos terminaron siendo fragmentadas repúblicas por no saber construir una nación (sur)continental, puede decirse que los europeos corren el riesgo de restaurarse como fragmentadas naciones por no saber construir una república continental. En los Estados Unidos no parece haber riesgo alguno de fragmentación, aunque la emergencia de una figura antisistema como Donald Trump alteró y seguirá alterando los nervios de todo su establishment político-empresarial.

Hay que estar atentos a lo que suceda en adelante. Desde los subsuelos de las potencias del Atlántico Norte voces descontentas informan que la contrarrevolución de sus patrias sublevadas ha comenzado.

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