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Putin, el sexto hombre

 

En su discurso de asunción como primer ministro, durante la etapa terminal de la presidencia de Boris Yeltsin, el abogado y ex agente de la KGB Vladímir Vladímirovich Putin informó que era objetivo prioritario del Gobierno la seguridad alimentaria de la población rusa. Lo expresado da una buena idea de la situación que atravesaba ese país continente luego de años de rapiña por parte de sus oligarquías, en complicidad con una dirigencia incompetente y corrupta. Otra cosa manifestó Putin en ese pronunciamiento, que muy posiblemente fue juzgada como uno de esos típicos alardes que los altos funcionarios exteriorizan a la hora de asumir un cargo de relevancia, mucho más cuando se accede, tal era el caso, a la gestión de una entidad en descomposición: “La integridad territorial de Rusia no está sujeta a negociación”. A continuación, adelantó que actuarían rigurosamente contra cualquiera que intentara vulnerar su soberanía.

 

Asegura Oliver Bullogh que cuando la Duma aprobó la designación de Putin como primer ministro de la Federación Rusa ese 16 de agosto de 1999, uno de los miembros del Parlamento confundió su nombre con el de su predecesor. Esto no debe sorprender, habida cuenta que se trataba de la sexta persona en acceder a ese cargo en poco más de un año. Algunos operaban ya para sustituirlo, muchos para lograr exactamente lo contrario. Tan sólo 10 días después de la confirmación parlamentaria mencionada, en retaliación a la penetración armada de la Brigada Internacional Islámica a Daguestán y a una serie de atentados (de autoría hasta el día de hoy sumamente debatida) comienza la Segunda Guerra de Chechenia. Tocó a esta rebelde república comprobar que Putin estaba dispuesto a traducir en hechos concretos sus advertencias. 

 

Conocida es la sentencia del sociólogo Charles Tilly: “la guerra hizo al Estado y el Estado hizo la guerra”. Buscado o no por Putin, la guerra de Chechenia se transformó tanto en su plataforma personal de instalación y fortalecimiento político como en el hecho basal de la re‐emergencia de la unidad nacional rusa y la recomposición de la autoridad estatal. Sólo se comprende cabalmente que se haya recorrido este sendero si se tiene en cuenta la atroz década que padecieron los rusos bajo los dos mandatos de Boris Yeltsin, con programas económicos impulsados por los organismos multilaterales de crédito que demolieron los ingresos de la gran mayoría de su población. No en vano ese conjunto de medidas fueron calificadas como un genocidio económico. La pauperizada población debió resignarse al desmembramiento del vasto territorio que supo constituir la Unión Soviética y el desmoralizante fin que tuvo la primera contienda contra los chechenos, con el cese del fuego unilateralmente ordenado por Yeltsin y la consecuente retirada de sus tropas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desmembramiento nacional, feroz declinación económica y humillación militar fueron episodios que la ciudadanía rusa identificó como eslabones integrantes del mismo collar que los ahogaba. Putin logró revertir parcialmente la situación dejada por Yeltsin en el plano exterior, al aplastar la resistencia chechena y lograr imponer el control político de este territorio, con lo cual se ganó la consideración positiva de gran parte de su lastimado pueblo y el respeto de  la autoridad gubernamental de que era titular. El último día del siglo XX, en forma sorpresiva, durante el mensaje presidencial de fin de año, el entonces presidente Boris Yeltsin comunicó su irrevocable decisión de renunciar restando aún seis meses para finalizar su mandato, para no “ser un obstáculo a la marcha natural de la historia”.

 

El hasta entonces primer ministro se transformó en presidente interino en una modesta ceremonia de la que sólo participaron Putin, Yeltsin y el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, Alejo II. No es una hipérbole sugerir que el siglo XXI ruso nace cuando Putin se transforma en su máxima autoridad política. Como presidente electo Putin consolidó su autoridad y la credibilidad popular en su figura al poner límites a los muy desprestigiados oligarcas rusos, sujetos sin cuya colaboración no hubiese podido Boris Yeltsin acceder a un segundo mandato. Fue emblemática la detención, juzgamiento y condena a prisión de Mikhail Khodorkovsky en el 2003, el hombre más rico de Rusia. Este empresario amasó su fortuna en buena medida gracias a las privatizaciones de los 90, su empresa insignia era la petrolera y gasífera Yukos. En el 2014 obtuvo el indulto, posiblemente porque el mensaje había sido digerido e interpretado correctamente por sus colegas oligarcas. 

 

Una declaración efectuada por Putin, a principios del 2005, permite avanzar más hondamente acerca de los móviles de sus decisiones: “La desaparición de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX...Decenas de millones de nuestros compatriotas se quedaron fuera del territorio ruso y, por si fuera poco, la epidemia de la desintegración se expandió al interior de Rusia". Mucho se ha escrito acerca de la primera parte de esta reflexión, no tanto sobre lo último: la epidémica desintegración de la dimensión interna. 

 

Más allá de las razones de seguridad nacional y de protección de los nacionales rusos, esgrimidas para justificar las intervenciones militares en Georgia y Ucrania, y el amparo de un aliado estratégico en Medio Oriente, en el caso de Siria, puede conjeturarse que Putin procura también repeler la epidémica desintegración del ser nacional ruso, por estimar que esta empresa está íntimamente vinculada con el interés geopolítico de su país. La alianza que mantiene con la Iglesia Ortodoxa Rusa y el estilo contestatario de sus más encendidos discursos contra las potencias centrales de Occidente no son la vulgar expresión retrógrada y premoderna de un líder autoritario que intenta rechazar los cambios y cristalizar o restaurar los usos y tradiciones de su pueblo. Existe un sentido geopolítico en estas relaciones y los valores que amparan, que en algunos casos, a qué negarlo, apunta a activar el lado oscuro del poder blando.

 

Putin es una figura atractiva para muchos pueblos y líderes del mundo cansados de las hipocresías y la doble moral de los gobiernos centrales, pero también es un dirigente que convoca energías y pasiones nacionales que no son sencillas de contener y conducir, cuyos horizontes son impredecibles. En la adaptación cinematográfica de El Tercer Hombre, el Harry Lime que interpreta Orson Welles, en memorable escena, replica a su otrora amigo: “en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, matanzas, asesinatos...Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj cucú!”. En clave canallesca Lime, sin embargo, opone un argumento de realidad que bien puede emplearse contra aquélla oferta que presentaba el fin de la historia, allá por 1989, ante la caída del soviético Muro de Berlín. En definitiva, los Borgia compartían el mismo continente con la Suiza del reloj cucú. No puede haber fin mientras haya hombres como Putin y siempre habrá hombres como Putin que impiden la chance de fin alguno. Putin es la materia de la que está hecha la historia.

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Por Fredes L.Castro

Setiembre de 2015

BUSCADO O NO POR PUTÍN, LA GUERRA DE CHECHENIA SE TRANSFORMÓ TANTO EN SU PLATAFORMA DE INSTALACIÓN Y FORTALECIMIENTO POLÍTICO COMO EN EL HECHO BASAL DE LA RE-EMERGENCIA DE LA UNIDAD NACIONAL RUSA Y LA RECOMPOSICIÓN DE LA UNIDAD ESTATAL.

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