Intemperie y representatividad
En la columna de opinión que semanalmente elabora para The New York Times, del 13 de marzo de este año, el veterano periodista Thomas B. Esall se ocupa de la creciente importancia de la declinación de los hombres en la economía de los Estados Unidos: “Hombres de todas las razas y etnias se marginan de la fuerza de trabajo, abusan de los opiáceos y rezagan en relación con las mujeres tanto en presencia universitaria como en los índices de graduación. Desde el año 2000, la desigualdad salarial ha crecido más entre los hombres que entre las mujeres”.
El cientista político David Leege transmite a Esall la intemperie que afecta a esta declinante masculinidad, por la erosión de las estructuras (sindicatos, iglesias, matrimonio patriarcal) que pretéritamente permitían procesar los cambios sociales y económicos preservando las jerarquías tradicionales. Estas instituciones, agrega Leege, fueron reemplazadas por una tecnología informacional difusora de falsedades y productora de anomia e ira sociales. Esall también cita a David J. Mening, autor de La creciente importancia de las habilidades sociales en el mercado de trabajo, investigación que describe un desproporcionado éxito de las mujeres para incorporarse y adaptarse a los empleos que más crecen desde 1980, exigentes de una idoneidad emocional y social en la que ellas se destacan por sobre los hombres.
Por su parte David Geary y David Buss, profesores de psicología de las universidades de Misuri y Austin respectivamente, explican que el empobrecimiento de los hombres dificulta sus aptitudes para contraer matrimonio, provocando una multiplicación de ciudadanos frustrados y carentes de la influencia positivamente sociabilizante que implica una relación estable y de largo plazo con otra persona. El matrimonio reduce la agresividad de los hombres e incrementa su compromiso comunitario, indica Geary, que alerta sobre un “potencial de descontento y desestabilización a gran escala [que] aumenta a medida que crece la proporción de estos hombres".
Registremos que Anne Case y Angus Deaton denunciaron en el 2015 (mismo año en que Deaton ganó el Nobel de Economía), el aumento en 5 veces del número de hombres blancos sin estudios universitarios muertos por intoxicación entre los años 1999 a 2013 (en el marco de una epidemia de heroína y opiáceos que no debe desestimar la voluntad suicida ni subestimar el rol de las bebidas alcohólicas; la población mencionada tiene 6 veces más probabilidades de morir de cirrosis crónica del hígado que sus compatriotas con estudios universitarios). El año 2015 también verificó la primera caída en la expectativa de vida de los estadounidenses en más de dos décadas. Curiosamente, mientras redacto estas líneas, llega a mi casilla de correo un reporte de The Economist que notifica sobre una actualización de la investigación de Case y Deaton, que da cuenta de una mortalidad creciente de los hombres blancos de mediana edad también en los años 2014 y 2015, en prácticamente todos los estados norteamericanos, tanto en ciudades como en zonas rurales.
Es lugar común enfatizar la importancia de las destrezas o habilidades sociales como requerimientos típicos de la empleabilidad del tiempo que transitamos, también para repeler la amenaza de robots, inteligencias artificiales y otras hierbas automatizantes. No me interesa desmentir estas afirmaciones. Incluso parece atinado que la formación docente diseñe instrumentos para desarrollar en los alumnos “habilidades interpersonales para el trabajo con otros”, a la vez que se propicia “una mayor responsabilidad y autonomía de los alumnos”. Sin embargo, poco y nada puede aportar cualquier tipo de estrategia que se ejecute en un contexto socialmente descomponedor, en el que son destruidas las instituciones primariamente responsables de transmitir y dar estabilidad al repertorio de valores que hacen posible una pacífica convivencia comunitaria, el trabajo y la familia en primer término.
¿Se puede pretender instruir sobre habilidades sociales y emocionales, para ser vendidas en el mercado, si antes son desatendidas o aniquiladas, bajo excusa de ahorros fiscales, las políticas que garantizan existencias mínimamente dignas en términos de educación, salud, transporte, consumo, recreación, vivienda y ciudad? ¿A qué tipo de representatividad política puede dar lugar una sociedad en la que se dinamitan estructuras de contención tradicionales, y lejos de sustituirlas por transiciones progresistas se prefiere la intemperie de las “leyes del mercado” y la difusión saturante de mentiras y odios distractivos?
A la primera pregunta hay que responder rotundamente que no. Al segundo interrogante adicione el lector, al de Donald Trump, el nombre del gobernante que prefiera.