Una guerra y un Secretario
La guerra de Aguinis
En La Nación Marcos Aguinis describe una tercera guerra mundial en la que subraya “el novedoso protagonismo del islam y la psicótica acción de los asesinos suicidas.” Asegura que “cualquier lugar del globo [es] un sitio expuesto a la matanza.” Agravia en especial a los chiitas, a quiénes imputa un renovado “carácter agresivo” a partir de la revolución de Khomeini, pero extiende sus prejuiciosas diatribas contra todo el islam, por predominar en sus integrantes “un espíritu bélico de todos contra todos.” Estigmatiza a los familiares de quiénes cometen asesinatos, al calificarlos como “parientes de trastornados, de criminales, de gente que merece el infierno.” Su redacción alcanza niveles de violencia y desvaríos sorprendentes, con cosas como las que siguen: “Hace rato que dirigentes musulmanes afirman que con el útero de sus mujeres conquistarán el llamado Viejo Continente. La aceleración se logra mediante los refugiados. (…) ¿Por qué tienen que irse a vivir a países con otras tradiciones, lenguas, costumbres y creencias? (…) a Europa llegan miles de víctimas deshechas y, junto con ellas, buena cantidad de terroristas.”
Observaciones
La loca composición escrita por Aguinis comienza mencionando al Papa para, a continuación, promover la lectura política a la que justamente se opone Francisco que rechaza la identificación entre Islam y violencia: “No se puede decir, no es verdad y no es justo, que el islam sea terrorista.”
El carácter agresivo y el espíritu bélico que Aguinis imputa al Islam son solventemente descompuestos por la especialista Dolors Bramon. La profesora titular de Estudios árabes e islámicos de la Universidad de Barcelona se basa en el capítulo 10 del tratado jurídico del médico, filósofo y jurista Ibn Rushd (o Averroes, como suele ser conocido) para ilustrar sobre lo que superficialmente se presenta como jihad:
en una acción que se precie de ser llamada así, no pueden matarse viejos ni mujeres ni niños. Tampoco enfermos mentales, crónicos o ciegos. En ella, hay que respetar la vida de eremitas, monjes, monjas y hombres de ciencia, a no ser que inspiren sospechas de enemistad. Tampoco se pueden matar campesinos, comerciantes, mercaderes o los criados y esclavos que acompañen a sus dueños. No se pueden talar árboles ni quemar cosechas, ni sacrificar animales si no es para el consumo, ni dispersar las abejas, ni destruir edificios, aunque estén deshabitados. Finalmente, las únicas armas permitidas son la lucha cuerpo a cuerpo y las que entonces eran habituales, tales como lanzas, espadas o flechas, pero están estrictamente prohibidas las envenenadas (que equivaldrían a las actuales armas químicas).
La profesora Bramons destaca que estas normas fueron establecidas mucho antes que el mundo occidental consagrara en 1949 la Convención de Ginebra que protege a los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en tiempos de guerra.
El macartismo furioso de Marco Aguinis ataca incluso a los familiares de los criminales que atentan contra otras vidas y parece conminar a una persecución contra toda persona que practique la fe musulmana, en especial las mujeres. En este sentido sorprende que un medio gráfico nacional admita la publicidad de una teoría tan descabellada: una conspiración global que emplea como instrumento de propagación a las vidas que llevan en sus vientres las madres.
La columna de Aguinis ni siquiera se compadece (sino contradictoria e hipócritamente) por el drama de los refugiados que huyen de traumas inconcebibles. Haciendo las veces de defensor de ausentes no pobres se escandaliza por el ingreso de miles de ellos a los países europeos. Su afirmación acerca de una “buena cantidad de terroristas” entre los refugiados carece de pruebas, y es rebatida por verdaderas investigaciones que informan lo contrario: la mayor parte de los jóvenes radicalizados son segunda generación de musulmanes nacidos en Europa o conversos y prácticamente ninguno llegó como adolescente o joven adulto desde Medio Oriente.
En lo que hace a los lugares expuestos a la violencia, registremos que en Estados Unidos un ciudadano norteamericano tiene siete veces mayores chances de ser asesinado por un compatriota militante de la extrema derecha que por un terrorista musulmán. Más aún, como señalé antes, los ataques perpetrados en Estados Unidos por móviles asociados al Islam contabilizan 50 muertes desde los atentados a las Torres Gemelas, en tanto que los crímenes de extrema derecha promedian 337 hechos por año desde setiembre del 2001, con 254 muertes en su haber. El New York Times reporta que, entre 382 agencias de seguridad evaluadas, el 74% considera que el extremismo antigubernamental es una de las tres principales amenazas terroristas en sus jurisdicciones, muy por encima de cualquier terrorismo musulmán o no musulmán.
Wahid Razi, basado en las investigaciones del Profesor de Sociología y de Estudios de Medio Oriente de la Universidad de Illinois Asef Bayat, acusa a la ignorancia y la hostilidad como combustibles de una “solidaridad imaginada” que domina buena parte de las concepciones occidentales hacia los musulmanes. En función de este imaginario se incurre en el error de creer que por conocer un movimiento islámico se conoce todo el universo islámico, lo que constituye una aproximación insensata habida cuenta, explica Razi, de que en 1400 años de historia nunca hubo una corriente interpretativa única y uniforme del Islam entre sus adherentes.
No incurriré en el conspiracionismo que profesa Marcos Aguinis para sugerir que su columna guarda algún tipo de vinculación con la visita del Secretario de Estado del país promotor de la guerra contra el terror. No lo haré porque el propio Obama rechazó, como Francisco, la mecánica asociación entre terrorismo e Islam al precisar que un grupo de terroristas no representa a mil millones de musulmanes. Lo que escribe Aguinis lo coloca a la par de los predicadores de miedos, de los preventivos justificadores de las violencias que invariablemente padecen los hombres y mujeres más lastimados.
Creo que tengo algún libro suyo en mi biblioteca. Voy a buscarlo. Pero no para leerlo.
El visitante
Para Fernando Laborda en La Nación la visita de John Kerry a la Argentina constituye “un paso más en el proceso de reinserción argentina en el escenario internacional”, pese a que “no fue acompañada de anuncios relevantes en materia de inversiones de capitales norteamericanos”. El columnista dice que las dificultades que enfrenta Macri se agravan por las dudas de operadores políticos y extranjeros acerca del futuro político argentino. A tal punto esto es así, agrega Laborda, que “Algunos observadores, pesimistas, creen que para eso [la llegada de inversiones] habrá que aguardar al resultado de las elecciones legislativas de 2017.”
Observaciones
La visita del Secretario de Estado a la Argentina, ¿tiene por objeto disipar el temor que, según Laborda, afecta a “operadores políticos” de aquí y allá, acerca de un complicado futuro político para el Gobierno? Lo cierto es que más allá de lo simbólico (que no es poco, pero sí insuficiente) el funcionario de Obama no avanzó en ningún tipo de compromiso tangible. De hecho, de acuerdo a la nota comentada, parece claro que no hay interés de los empresarios norteamericanos en arriesgar sus capitales en nuestro país.
Los elogios de parte de la administración estadounidense a favor de nuestro Gobierno no se mezquinan, los morlacos, hasta ahora, sí. En todo caso, la apretada economía nacional puede ser incentivo para sobreactuar la agenda que importa a los hombres y mujeres del norte imperial. En este sentido hay que prestar atención a las próximas –posibles- movidas en las áreas securitarias y de integración económica.
Por último, registremos que el escribiente del medio patricio no sólo patea una reactivación económica para después de las elecciones del 2017, sino que la condiciona a un eventual triunfo oficialista. Un futuro distante e incierto, debería titularse su columna.