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La tragedia del comandante Colvin

Howard 'Bunny' Colvin tiene a su cargo el distrito oeste del Departamento de Policía de Baltimore. Es un hombre nostálgico de la época en la que se hacía “trabajo policial de verdad”, con agentes caminando las calles, dialogando con los vecinos, comprometiéndose con sus existencias y obteniendo información para cumplir con sus tareas. Es un hombre honesto y angustiado. Le duele integrar una entidad que en las puertas del siglo XXI opera como ejército de ocupación de  barrios periféricos.

 

Agotado de las adulteraciones estadísticas que sus jefes policiales y civiles le reclaman, para informar reducciones en la criminalidad que no son tales, un día explota e inicia una política mucho más que disruptiva: “legaliza” el comercio y el consumo de drogas en una geografía determinada, con reglas que inhiben la violencia (se prohíbe el uso de armas) y propician la convivencia pacífica, bien que competitiva de las bandas que ofertan sus productos.

Los subordinados de Colvin se dedican a perseguir la “verdadera” criminalidad, si bien algunos de ellos supervisan los límites, las fronteras que separan esta “zona de libre comercio” con el resto de los barrios. Su creación es bautizada por los pícaros mafiosos adolescentes como el “Hamsterdam”. Esta fascinante fantasía es explorada en la tercera temporada de la extraordinaria serie televisiva The Wire.

El doctor Carlos González Herrera destaca la importancia de la obra de Frederick Jackson Turner, estudioso estadounidense que en 1893 publica un ensayo clave en el diseño simbólico de la frontera que separa Los Estados Unidos con México, que se adecua -y refuerza- al destino manifiesto de la patria de Lincoln y Obama. El border, no se circunscribe a simple límite territorial entre dos soberanías sino que se erige en línea que separa a los civilizados de los bárbaros, a quiénes conquistan de quiénes deben resignarse a ello.  Bajo esta inteligencia, se altera la máxima de Tucídides, dando lugar a un nuevo principio, por el cual los fuertes hacen lo que deben y los débiles sobreviven como pueden.

En el lado mexicano industrias maquiladoras multinacionales, gobiernos locales y federal, carteles narcotraficantes, fuerzas armadas y policiales, bandas vinculadas a la trata de personas, el secuestro y la extorsión, entre otros ilícitos (algunas de ellas, como los Zetas, auténticamente paramilitares), coluden y compiten para imponer su autoridad y materializar sus intereses. Pero, como es propio de un mercado desregulado, lo que persiguen muchos de estos actores es el monopolio, y en el mercado de los bienes y servicios ilícitos el monopolio se consigue a los tiros.

La expansión de la violencia en México regularmente se atribuye al narcotráfico y a la guerra contra las drogas decidida durante la presidencia de Calderón en el 2016. Jean-François Boyer informa un marco más complejo. Sostiene que antes del triunfo de Vicente Fox como presidente, cargo al que llegó por el Partido Acción Nacional (PAN), regían acuerdos en los distintos niveles de gobierno entre el Partido Revolucionario Institucional (PRI), en tanto partido-Estado, y las mafias narcotraficantes, que impedían desmadres en los territorios comprometidos con el tránsito y la distribución de drogas.  

 

Con la derrota electoral del PRI a nivel nacional, a la que siguieron otras en los órdenes regionales y locales: “Por primera vez en veinte años, los narcos se encontraban frente a una multitud de interlocutores políticos que, por diversas razones, ya no se sentían obligados por los acuerdos anteriores”. El rompimiento de estos pactos desbarata organizaciones y elimina jerarquías, sus brazos armados se transforman en rōnins que buscan nuevos horizontes económicos. Concluyen por aplicar su expertiz en nuevas actividades criminales, con espectacular crueldad. 

 

Cabe registrar dos cosas. En primer término: la alternancia en el poder, como parte de un ecosistema corrupto y corruptor, reniega de su función republicana para reinventarse como otro engranaje, uno más, que, dadas ciertas condiciones, permite e incentiva el funcionamiento de una ingeniería que erosiona paulatinamente las instituciones legales. En segundo lugar: fenomenales violencias que conviven con el narcotráfico no están condicionadas a la vigencia de este negocio, ya que explotan otros nichos. Esto es relevante, particularmente en países con déficits de estatalidad y abundante población en condiciones de pobreza y vulnerabilidad, para el caso que se evalúe una legalización o despenalización del comercio o consumo de drogas. Pueden existir sensatos argumentos de salud pública para consagrar esta política, pero no asegura la extinción de violencias y criminalidades.

 

La supresión de los límites que apartan y enfrentan el gobierno legal con las organizaciones delictivas produjeron las violencias y descontroles que habilitaron la penetración de las políticas y agencias securitarias estadounidenses. Esto último desdibujó otras fronteras: las que distinguen ambas soberanías, en desmedro calificado de la que se localiza al sur del Río Bravo.

 

Estados Unidos de América y México cuentan con el mayor número de cruces legales e ilegales del mundo, que dinamizan los caminos trazados o improvisados para que millones de personas accedan al mercado de consumo y trabajo de la gran potencia del norte. Una multimillonaria cantidad de interacciones se suscitan, año a año, entre los ciudadanos que habitan la patria más próspera de la Tierra y los que provienen de estados incapaces de aportarles lo imprescindible para que no se atrevan a la temeraria aventura de recorrer esos –muchas veces- letales senderos.

En el interior norteamericano otras interacciones surgen cotidianamente. Entre quienes compiten por los puestos de trabajo no calificados, los conflictos son más predecibles. La declinación salarial experimentada en las últimas décadas por los hombres blancos que venden su fuerza de trabajo, combinada con un “amorenamiento” poblacional de sus vecindarios, despierta un resentimiento que muchos, apresuradamente, consideran como racismo incurable.

 

La novelista británica Zadie Smith repudia el ánimo inquisitorial con el que cierto progresismo de alto poder adquisitivo juzga a aquéllos que no pueden elegir el lugar y el momento para poner en práctica el multiculturalismo. Conmina a comprender a los hombres y mujeres que interpretan que sus recortes salariales, degradación de condiciones de vida y de los servicios públicos que los contienen, guardan algún grado de relación con la creciente introducción de migrantes extranjeros.

 

Las salas de un hospital público en el que un americano compite con un salvadoreño o una guatemalteca por atención sanitaria, configuran nuevas fronteras, que dan vida a nuevas interacciones entre unos y otros. Todos ellos participan de una misma, dolorosa identidad: son los desamparados de los estados nación de la era neoliberal.

 

 

En la cuarta temporada de The Wire el comandante Colvin ha sido retirado de la fuerza policial. Descubierta, su área de libre comercio de estupefacientes fue –literalmete- demolida. La disminución de los índices delictivos se logró al costo de crear y regular un moridero comunitario. Convertido en asesor de un investigador, participa de un nuevo experimento: seleccionar a los estudiantes más problemáticos de una escuela pública, apartarlos y brindarles un tratamiento diferente.

 

Así como toda escoba nueva barre bien, al principio la cosa marcha positivamente, al punto que se solicitan recursos a la alcaldía para extender el programa. Por motivos ajenos a los pedagógicos, la respuesta es negativa y el experimento acaba. No obstante, antes de esto, pudo apreciarse un destino de fracaso. Un buen estudiante de la clase no problemática, pobre e integrante de un hogar desgarrado, se transforma en delincuente primero y adicto después, para fugar de una realidad insoportable. Otro estudiante, de los problemáticos, no tiene salida, su propia familia lo quiere heredero de la saga criminal en la que todos están implicados. Para salvarlo, Colvin enfrenta al padre preso y logra que le ceda la custodia.

 

No lo reconoce Colvin, ni lo explicita el guión de The Wire, pero con la adopción del joven delincuente, y su salvación, el ex policía, como el inspector Javert de Los Miserables, descubre que ha vivido en el error. No es posible levantar fronteras que, de modo definitivo, aíslen lo que perturba el orden de las cosas. Sus acciones, distintas de las imbecilidades dominantes, no fueron, pese a ello, menos superficiales.

 

El desesperado Colvin actuó como un exponente, actualizante y bien intencionado, de la doctrina promovida por Frederick Turner. Pero no advirtió que las fronteras han dejado de ser barreras quietas y cristalizadas, por el contrario, se multiplican y movilizan. La raíz de los problemas se confunde con un sistema que aplasta y no da tregua. La tragedia de Colvin fue desconocer el mal sistémico y su propio rol como garante del orden que lo legitima.

Por Fredes L. Castro

26 de agosto de 2016

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