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Dicen que son aburridos

Por Fredes L. Castro

26 de Julio de 2016

Hillary Clinton, François Hollande y David Cameron, entre otros líderes de los países centrales, disputan contra figuras y ofertas que rompen la corrección que nutren las formas, los discursos y los consensos que caracterizaron el debate de sus ecosistemas políticos.

Tres personajes en busca de una pasión

Christian Caryl, en muy divertida nota publicada por el influyente Foreign Policy, describe a Cameron, Hollande y la candidata demócrata a la Casa Blanca como figuras con una importante trayectoria en el servicio público de sus países, calificados “managers”, prudentes y competentes en sus funciones, todo lo cual explica que tanta gente antipatice con ellos. Según Caryl estos “titanes del establishment” son vulnerables por factores que en tiempos normales podrían juzgarse como valorables cualidades. La recesión económica, los cambios tecnológicos, el terrorismo y el drama de la inmigración definen la anormalidad de nuestro presente.

 

Cameron a la hora de persuadir a los británicos de permanecer en la Unión Europea y Hollande en su enfrentamiento con Marine Le Pen o Nicolas Sarkozy, fracasan cuando se trata de producir argumentos emocionales. El mismo defecto padece Hillary y puede ser fatal en un dispositivo electoral como el norteamericano, en el que el voto no es obligatorio y se materializa en jornada laboral, con lo cual es fundamental contar con sufragantes militantes o por los menos convencidos. Como los de Donald Trump.

 

Caryl insta a los hombres y mujeres con ánimo de prosperar en la vida política de estos agitados años a dejar de lado el delicado temperamento maternal, para dar lugar a una proyección más enérgica e, incluso, agresiva. El consejero advierte que los contradictores populistas son polémicos, conflictivos y mendaces, pero valora su disposición a romper con los lugares comunes y subraya tanto la cobertura mediática que obtienen, como los apasionados debates que encienden. Va más lejos aún, y se atreve a sugerir que la democracia no funciona como debería como consecuencia de la incapacidad de sus defensores de dirigirse no sólo a la cabeza de los representados, sino a sus corazones.

 

La división

 

“Están las élites y están todos los demás”. Es lo que afirma Chris Arnade cuando informa sobre una sociedad norteamericana partida, en la que los integrantes de los sectores con mayores recursos han decidido apartarse para concentrarse en ciertos vecindarios de ciertas ciudades, inaccesibles por regla para los que no forman parte de sus círculos socioeconómicos. Lo notable es que esto que es obvio y claro, el rompimiento en dos partes incomunicadas, no es registrado por los componentes progresistas o conservadores de las élites. A tal punto su divorcio con la realidad.

 

Arnade se conmueve muy especialmente por los trabajadores blancos de bajos recursos, aquéllos que en el país del Norte suelen descalificarse como white trash (basura blanca). Hombres y mujeres de trabajos duros, regularmente físicos, que dirigían sus preferencias electorales en coincidencia con la dirigencia política y empresarial del partido republicano, con la expectativa de que los valores compartidos con ellos sirvieran en algún momento para ascenderlos socialmente. Esta ilusión fue deshilachándose y terminó de explotar con la crisis del 2008 y el multimillonario rescate de Wall Street.

 

La escritora británica Zadie Smith, hija de inmigrante jamaiquina, en un brillante e incómodo ensayo, apunta contra la adinerada ciudadanía londinense, para denunciar su hipocresía, al escandalizarse por la decisión de apartarse de la Unión Europea verificada por los sectores obreros. Acusa lo fácil que es practicar el multiculturalismo cuando se tienen los recursos para elegir el modo y el momento de hacerlo realidad, tal vez visitando un restaurante étnico o intercambiando un par de palabras con el extranjero que cumple con las tareas domésticas del hogar, escasas instancias en que los nativos ricos se relacionan con los inmigrantes.

 

Más chocante aún es descubrir que los promotores de las conexiones internacionales viven aislados en torres o imponentes hogares cercados, abismalmente distintos a las modestas o precarias viviendas habitadas por buena parte de los sufragantes del Brexit. Para Zadie Smith un segundo referéndum sería el golpe de gracia, por sincerar qué voto es el que importa, quiénes son los que verdaderamente cuentan.

 

Arnade y Smith describen colectivos acorralados y frustrados, agotados de tanta promesa incumplida, carentes de horizonte y mínimas estabilidades, para peor despreciados por las élites por sus inclinaciones religiosas, que los hacen "irracionales", o identitarias, que los degradan a "racistas". “La única cosa que pueden hacer –agrega Andrade- es romper el maldito (fucking) sistema. Y es lo que intentarán hacer”.

 

Esperanza, progreso y tortilla

“La historia de este país [es] la historia del pueblo que siguió luchando, esperando y haciendo lo que había que hacer, de manera tal que despierto todas las mañanas en una casa construida por esclavos”. Las palabras de la primera dama afroamericana Michelle Obama marcaron la primera jornada en la Convención Demócrata de Filadelfia. Fue el mejor ensayo de una contra-narrativa al efectivo y emocional mensaje de Donald Trump y, al mismo tiempo, adolece de los defectos que potencian al líder populista.

 

Michelle Obama construye un relato conmovedor y creíble, dotado de esperanza e ideal de progreso (ambos elementos imprescindibles y sin embargo muchas veces ausentes en las ofertas progresistas, liberales o de centro izquierda), que sólo requiere de sus destinatarios esfuerzo laboral y paciencia. Mucha paciencia. El progreso con el que ilustra Michelle necesitó de un par de siglos, numerosos mártires y mucha sangre derramada, y lejos está de haber cerrado las grietas del racismo, por mucho que correteen sus inquietas niñas en los pasillos de la Casa Blanca.

 

Décadas de estancamiento o declinación salarial, empobrecimiento, exclusión y desigualdad crecientes, precarizaciones de todo tipo, en lo laboral y otros servicios esenciales, destrucción de puestos de trabajo y desaparición de fábricas, y la mejor propuesta sentimental del progresismo del statu quo es ¿paciencia? Sólo falta que Hillary explique los problemas derivados del neoliberalismo por no haberse realizado las reformas de tercera, cuarta o quinta generación.

 

Michelle compra el guión que vende Christian Caryl y no se atreve a formular la revisión, cuanto menos parcial, del programa económico dominante desde los años de la revolución conservadora (tampoco, convengamos, es su responsabilidad). Este es el problema central de los dirigentes de los países centrales, en aprietos o caídos en desgracia. No se trata de ser más o menos impactante, sino, por lo menos, de no aburrir con la misma canción cuyo final es hartamente conocido y padecido.

 

La ventaja de los Trumps y los Le Pens es que no temen amenazar el orden establecido y el peligro es la combinación que hacen de injusticias existentes con imputaciones mentirosas y odios viralizados. Los déficits de las democracias centrales (y no sólo de ellas) no se explican por la ineptitud comunicacional-emocional de los jefes de gobierno, sino por el vaciamiento de su legitimidad provocado por oligarquías insulares e insaciables y sus cómplices o mandatarios en los aparatos gubernamentales.

 

Por último: ¿es posible construir una contra-narrativa a la oferta neoliberal, que conmueva y movilice positivamente a las ciudadanías, sin incorporar conflictividades más o menos intensas? Dicho de otro modo: ¿puede ofertarse una tortilla republicana e igualitaria sin informar disposición a romper un par de ruidosos huevos?

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